Queridos amigos y hermanos en Cristo:
¡Duc in altum! (Lc 5, 4).
Con enorme gratitud al Señor, por todos sus beneficios, les comparto este testimonio de la Entronización, este 22 de mayo, de una imagen de Santa Rita de Cascia, en el Hospital de Día (segundo piso), del Hospital Español de La Plata. La misma fue donada el sábado 3 de mayo, por Eduardo y su esposa Liliana, en la Misa que celebramos -como todos los sábados, a las 17- en el salón de actos del Hospital. Y fue colocada, en su hornacina, por el artesano Jorge Ricardo.
Asistieron a la Bendición y Entronización directivos del Hospital, médicos, auxiliares, administrativos, voluntarios y familiares de los internados. A todos los presentes se les obsequió estampas y novenas de la popular santa italiana.
En mis palabras, recordé que "cuando el Arcángel San Gabriel, de parte de Dios, le anunció a María la concepción virginal de Jesús, el Hijo del Padre, ante su inicial asombro, le dijo que 'no hay nada imposible para Dios' (Lc 1, 37). En la Omnipotencia divina todo es posible, para su mayor Gloria, y la santificación de nosotros, sus hijos. Él, aun de los peores males, saca mayores bienes para su plan de Amor. Y, por ello, nos llena de alegría que la querida Santa Rita, considerada como la 'intercesora por las causas imposibles' haya venido para quedarse en este sector del hospital; cerca también de 'Cuidados paliativos', donde todo el tiempo se busca acompañar, del mejor modo, la vida de los enfermos más delicados. Santa Rita recordará, también aquí, que 'no hay nada imposible para Dios'. Y que está en nosotros confiar en su Providencia; de modo especial, en aquellas horas en que experimentamos que poco se puede con nuestras propias fuerzas"
Nacida hacia 1381, en Roccaporena, Santa Rita falleció en Cascia, el 22 de mayo de 1457. Casada con 14 o 15 años, con un joven de su misma edad, tuvieron dos hijos. Estuvieron casados 18 años, hasta 1413, en que su marido murió asesinado. Sus dos hijos murieron al año siguiente. Entró a un monasterio y fue monja agustina durante 40 años.
¡Duc in altum! (Lc 5, 4).
Con enorme gratitud al Señor, por todos sus beneficios, les comparto este testimonio de la Entronización, este 22 de mayo, de una imagen de Santa Rita de Cascia, en el Hospital de Día (segundo piso), del Hospital Español de La Plata. La misma fue donada el sábado 3 de mayo, por Eduardo y su esposa Liliana, en la Misa que celebramos -como todos los sábados, a las 17- en el salón de actos del Hospital. Y fue colocada, en su hornacina, por el artesano Jorge Ricardo.
Asistieron a la Bendición y Entronización directivos del Hospital, médicos, auxiliares, administrativos, voluntarios y familiares de los internados. A todos los presentes se les obsequió estampas y novenas de la popular santa italiana.
En mis palabras, recordé que "cuando el Arcángel San Gabriel, de parte de Dios, le anunció a María la concepción virginal de Jesús, el Hijo del Padre, ante su inicial asombro, le dijo que 'no hay nada imposible para Dios' (Lc 1, 37). En la Omnipotencia divina todo es posible, para su mayor Gloria, y la santificación de nosotros, sus hijos. Él, aun de los peores males, saca mayores bienes para su plan de Amor. Y, por ello, nos llena de alegría que la querida Santa Rita, considerada como la 'intercesora por las causas imposibles' haya venido para quedarse en este sector del hospital; cerca también de 'Cuidados paliativos', donde todo el tiempo se busca acompañar, del mejor modo, la vida de los enfermos más delicados. Santa Rita recordará, también aquí, que 'no hay nada imposible para Dios'. Y que está en nosotros confiar en su Providencia; de modo especial, en aquellas horas en que experimentamos que poco se puede con nuestras propias fuerzas"
Nacida hacia 1381, en Roccaporena, Santa Rita falleció en Cascia, el 22 de mayo de 1457. Casada con 14 o 15 años, con un joven de su misma edad, tuvieron dos hijos. Estuvieron casados 18 años, hasta 1413, en que su marido murió asesinado. Sus dos hijos murieron al año siguiente. Entró a un monasterio y fue monja agustina durante 40 años.
"Obedientes a Cristo, en espera del Espíritu, que nos recordará sus enseñanzas".
(Homilía del padre Christian Viña, en el Domingo Sexto de Pascua.
La Plata, 25 de mayo de 2025).
Hch 15, 1-2. 22-29.
Sal 66, 2-3. 5-6. 8.
Ap 21, 10-14. 22-23.
Jn 14, 23-29.
Jesús, único Rey y Señor de la Iglesia, y de la Historia, en su discurso de despedida de la Última Cena, llama a sus discípulos a permanecer en el amor y la obediencia: El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él (Jn 14, 23). Y en preparación del tiempo del Espíritu Santo, que es el tiempo de la Iglesia, agrega: El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, os enseñará todo y os recordará lo que os he dicho (Jn 14, 26). Nótese que habla de recordar, y no de enseñar cosas nuevas. Ni mucho menos –como ayer, hoy y siempre, algunos buscan hacerlo-, “enseñanzas” reñidas con la fe y la moral católicas. Dios nos libre de manipular el Evangelio, con el pretendido fin de adaptarlo a las “sensibilidades de las distintas épocas”. Muy por el contrario, las “épocas” deben someterse a la Palabra de Dios, para poderle dar gloria al Señor; y encontrar, así, su necesaria cristianización y, por lo tanto, humanización. Nunca serán muchas las veces que lo repitamos: donde no hay lugar para Dios, tampoco hay lugar para el hombre. Sin el Señor y, peor aún, en contra de Él, sólo podemos encontrar mentira, destrucción, maldad y muerte…
Para fortalecernos en nuestra perseverancia, Cristo nos da uno de los más preciados frutos del Espíritu: Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo (Jn 14, 27). El mundo, y sus estructuras anticristianas, ni de lejos pueden darnos la paz; a lo sumo, pueden pactar fugaces treguas en guerras y otros conflictos, hasta la reanudación de las hostilidades. Sólo el Rey de la Paz puede darla. Y de ello hacemos memoria, en cada Santa Misa, antes de comulgar; cuando le pedimos al Señor: No tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia, y conforme a tu Palabra concédele la paz y la unidad. La paz en la Iglesia solo es posible con la caridad en la Verdad.
La Primera Lectura, de los Hechos de los Apóstoles, nos trae el relato de la disputa, en la Iglesia primitiva, sobre los circuncisos, y los incircuncisos. Los Apóstoles, desde la Iglesia madre de Jerusalén, para zanjar la cuestión dan instrucciones bien precisas: El Espíritu Santo y nosotros mismos, hemos decidido no imponerles ninguna carga más que las indispensables, a saber: que se abstengan de la carne inmolada a los ídolos, de la sangre, de la carne de animales muertos sin desangrar y de las uniones ilegales (Hch 15, 28-29). Ni más, ni menos de lo mandado. Sin descuentos, ni sobrepesos. Lo que Dios manda, cuando Dios manda, y como Dios manda. Por eso, agradecidos ante la grandeza del Señor, en la antífona del Salmo, repetimos: A Dios dad gracias los pueblos, alabad los pueblos a Dios (Sal 66, 4. 6). Debe reconocerse en la tierra su dominio, y su victoria entre las naciones (Sal 66, 3).
La Segunda Lectura, del bello libro del Apocalipsis –no siempre bien leído ni correctamente interpretado- nos trae la consoladora visión de la Ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios (Ap 21, 10). En ella está toda la gloria de Dios, que resplandece como la más preciosa de las perlas (cf. Ap 21, 11). La gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero. Siempre las últimas y mejores noticias se leen en el Apocalipsis.
Afirma San Francisco de Sales que el Santo Evangelio, como la Iglesia, no son sino paz. Comenzó por la paz y luego no predica sino paz: “Os doy la paz”, dice el Salvador a sus Apóstoles, os doy mi Paz, os la doy como mi Padre me la da. Para decir: el mundo no da lo que promete, porque es engañador; lisonjea a los hombres, les promete mucho y al final no les da nada, mofándose así de los que ha engañado (Sermón del 21 de abril de 1620).
(Homilía del padre Christian Viña, en el Domingo Sexto de Pascua.
La Plata, 25 de mayo de 2025).
Hch 15, 1-2. 22-29.
Sal 66, 2-3. 5-6. 8.
Ap 21, 10-14. 22-23.
Jn 14, 23-29.
Jesús, único Rey y Señor de la Iglesia, y de la Historia, en su discurso de despedida de la Última Cena, llama a sus discípulos a permanecer en el amor y la obediencia: El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él (Jn 14, 23). Y en preparación del tiempo del Espíritu Santo, que es el tiempo de la Iglesia, agrega: El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, os enseñará todo y os recordará lo que os he dicho (Jn 14, 26). Nótese que habla de recordar, y no de enseñar cosas nuevas. Ni mucho menos –como ayer, hoy y siempre, algunos buscan hacerlo-, “enseñanzas” reñidas con la fe y la moral católicas. Dios nos libre de manipular el Evangelio, con el pretendido fin de adaptarlo a las “sensibilidades de las distintas épocas”. Muy por el contrario, las “épocas” deben someterse a la Palabra de Dios, para poderle dar gloria al Señor; y encontrar, así, su necesaria cristianización y, por lo tanto, humanización. Nunca serán muchas las veces que lo repitamos: donde no hay lugar para Dios, tampoco hay lugar para el hombre. Sin el Señor y, peor aún, en contra de Él, sólo podemos encontrar mentira, destrucción, maldad y muerte…
Para fortalecernos en nuestra perseverancia, Cristo nos da uno de los más preciados frutos del Espíritu: Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo (Jn 14, 27). El mundo, y sus estructuras anticristianas, ni de lejos pueden darnos la paz; a lo sumo, pueden pactar fugaces treguas en guerras y otros conflictos, hasta la reanudación de las hostilidades. Sólo el Rey de la Paz puede darla. Y de ello hacemos memoria, en cada Santa Misa, antes de comulgar; cuando le pedimos al Señor: No tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia, y conforme a tu Palabra concédele la paz y la unidad. La paz en la Iglesia solo es posible con la caridad en la Verdad.
La Primera Lectura, de los Hechos de los Apóstoles, nos trae el relato de la disputa, en la Iglesia primitiva, sobre los circuncisos, y los incircuncisos. Los Apóstoles, desde la Iglesia madre de Jerusalén, para zanjar la cuestión dan instrucciones bien precisas: El Espíritu Santo y nosotros mismos, hemos decidido no imponerles ninguna carga más que las indispensables, a saber: que se abstengan de la carne inmolada a los ídolos, de la sangre, de la carne de animales muertos sin desangrar y de las uniones ilegales (Hch 15, 28-29). Ni más, ni menos de lo mandado. Sin descuentos, ni sobrepesos. Lo que Dios manda, cuando Dios manda, y como Dios manda. Por eso, agradecidos ante la grandeza del Señor, en la antífona del Salmo, repetimos: A Dios dad gracias los pueblos, alabad los pueblos a Dios (Sal 66, 4. 6). Debe reconocerse en la tierra su dominio, y su victoria entre las naciones (Sal 66, 3).
La Segunda Lectura, del bello libro del Apocalipsis –no siempre bien leído ni correctamente interpretado- nos trae la consoladora visión de la Ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios (Ap 21, 10). En ella está toda la gloria de Dios, que resplandece como la más preciosa de las perlas (cf. Ap 21, 11). La gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero. Siempre las últimas y mejores noticias se leen en el Apocalipsis.
Afirma San Francisco de Sales que el Santo Evangelio, como la Iglesia, no son sino paz. Comenzó por la paz y luego no predica sino paz: “Os doy la paz”, dice el Salvador a sus Apóstoles, os doy mi Paz, os la doy como mi Padre me la da. Para decir: el mundo no da lo que promete, porque es engañador; lisonjea a los hombres, les promete mucho y al final no les da nada, mofándose así de los que ha engañado (Sermón del 21 de abril de 1620).
Y San Gregorio Magno afirma: “os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho”. Ociosa será la enseñanza del doctor si el Espíritu Santo no asiste al corazón del que oye, y así nadie adjudique al maestro lo que oye de sus labios. Porque si en su interior no está el que enseña, la lengua del doctor trabaja en vano para expresarse (In Evang. Hom. 30).
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la unidad de la Iglesia peregrina está asegurada por vínculos visibles de comunión: la profesión de una misma fe recibida de los Apóstoles; la celebración común del culto divino, sobre todo de los sacramentos; la sucesión apostólica por el sacramento del orden, que conserva la concordia fraterna de la familia de Dios (n. 815). La fe es una sola, y la recibimos de los Apóstoles. El culto divino, en sus distintos ritos, está debidamente establecido. Y los obispos, sucesores de los Apóstoles, en comunión con Pedro; guardianes de la fe, el culto y la doctrina, custodian un tesoro que no les pertenece, porque es del Señor. Los obispos, y sus colaboradores, los presbíteros, somos servidores y no propietarios del Misterio. Muy lejos de nosotros intentar disponer, según nuestro antojo, del mismo. No se trata de hacer “cosas nuevas”; sino de hacer mejor las cosas de siempre. Con el auxilio de Aquel que hace nuevas todas las cosas (Ap 21, 5). No debemos caer en la arrogancia de querer “cambiar la Iglesia”. Se trata de dejarnos cambiar por la Iglesia; mejor dicho, dejarnos santificar por la Iglesia, con los sacramentos que Cristo, su Divino fundador, nos dejó como remedios para todas las necesidades (cf. San Josemaría Escrivá de Balaguer, en Camino). La Iglesia ha sufrido -y sufre mucho-, con autoproclamados “reformadores”; que terminan siendo demoledores.
Cada día, de rodillas ante el Santísimo Sacramento, debemos pedir la gracia de la humildad, para escuchar, siempre con nuevo asombro, lo que el Espíritu Santo nos recuerda de la enseñanza de Jesús. Ciertamente, ella nos trae una serie de exigencias; que son fruto del Amor de Dios, y no de los caprichos e ideologías de las estructuras mundanas. Cuanto más obedientes a lo que nos pide el Señor, más libres y sanos somos. Cuanto más rebeldes y obstinados, solo corremos sin pausa hacia la propia condenación.
La credibilidad de la Iglesia se juega en la proposición clara, y sin vueltas, de su doctrina. Y se rubrica con la coherencia de sus hijos; especialmente, de los sacerdotes y consagrados. No se trata de buscar seducir a un mundo que, de por sí, nos detesta. Sino de transformar al mundo de salvaje, en humano, y de humano en divino, según el Corazón de Jesús (cf. Pío XII. Proclama para un mundo mejor. 10 de febrero de 1952). La verdadera “cultura del encuentro” pasa por salir al encuentro de ese mundo, no para rendirnos ante él, sino para que Él se rinda a las enseñanzas del Señor; las únicas que nos hacen libres (cf. Jn 8, 32). ¡Que la Virgen Santísima sea siempre nuestra brújula y guía, e interceda por nuestro crecimiento en sabiduría y coraje!
----------------------
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la unidad de la Iglesia peregrina está asegurada por vínculos visibles de comunión: la profesión de una misma fe recibida de los Apóstoles; la celebración común del culto divino, sobre todo de los sacramentos; la sucesión apostólica por el sacramento del orden, que conserva la concordia fraterna de la familia de Dios (n. 815). La fe es una sola, y la recibimos de los Apóstoles. El culto divino, en sus distintos ritos, está debidamente establecido. Y los obispos, sucesores de los Apóstoles, en comunión con Pedro; guardianes de la fe, el culto y la doctrina, custodian un tesoro que no les pertenece, porque es del Señor. Los obispos, y sus colaboradores, los presbíteros, somos servidores y no propietarios del Misterio. Muy lejos de nosotros intentar disponer, según nuestro antojo, del mismo. No se trata de hacer “cosas nuevas”; sino de hacer mejor las cosas de siempre. Con el auxilio de Aquel que hace nuevas todas las cosas (Ap 21, 5). No debemos caer en la arrogancia de querer “cambiar la Iglesia”. Se trata de dejarnos cambiar por la Iglesia; mejor dicho, dejarnos santificar por la Iglesia, con los sacramentos que Cristo, su Divino fundador, nos dejó como remedios para todas las necesidades (cf. San Josemaría Escrivá de Balaguer, en Camino). La Iglesia ha sufrido -y sufre mucho-, con autoproclamados “reformadores”; que terminan siendo demoledores.
Cada día, de rodillas ante el Santísimo Sacramento, debemos pedir la gracia de la humildad, para escuchar, siempre con nuevo asombro, lo que el Espíritu Santo nos recuerda de la enseñanza de Jesús. Ciertamente, ella nos trae una serie de exigencias; que son fruto del Amor de Dios, y no de los caprichos e ideologías de las estructuras mundanas. Cuanto más obedientes a lo que nos pide el Señor, más libres y sanos somos. Cuanto más rebeldes y obstinados, solo corremos sin pausa hacia la propia condenación.
La credibilidad de la Iglesia se juega en la proposición clara, y sin vueltas, de su doctrina. Y se rubrica con la coherencia de sus hijos; especialmente, de los sacerdotes y consagrados. No se trata de buscar seducir a un mundo que, de por sí, nos detesta. Sino de transformar al mundo de salvaje, en humano, y de humano en divino, según el Corazón de Jesús (cf. Pío XII. Proclama para un mundo mejor. 10 de febrero de 1952). La verdadera “cultura del encuentro” pasa por salir al encuentro de ese mundo, no para rendirnos ante él, sino para que Él se rinda a las enseñanzas del Señor; las únicas que nos hacen libres (cf. Jn 8, 32). ¡Que la Virgen Santísima sea siempre nuestra brújula y guía, e interceda por nuestro crecimiento en sabiduría y coraje!
----------------------
Imagen de Nuestra Señora del Carmen, del Hospital Español, de La Plata, que se salvó de la trágica inundación del 2 de Abril de 2013. En la Misa de este 24 de mayo, la bendijimos, luego de ser restaurada. Gracias, talentosa catequista Telma. ¡Dios siga bendiciendo tus pinceles!
El 25 de Mayo de 1961, hace 64 años, fui bautizado en la parroquia San Antonio de Padua, de Rosario. Un Sacerdote bautiza a un futuro Sacerdote. Con mis padrinos, mi tío, Inocencio Pablo Prieto, y mi tía, Ana María Pareja. ¡Gracias, Señor! Me lo diste todo, y no me quitaste nada.
Padre Christian Viña. Con Cristo, Sumo Sacerdote, la humanidad glorifica...
https://youtube.com/watch?v=KeOlz-NZDbA&feature=shared
https://youtube.com/watch?v=KeOlz-NZDbA&feature=shared
YouTube
Padre Christian Viña. Con Cristo, Sumo Sacerdote, la humanidad glorificada ya está en el Cielo.
Reflexión para la Solemnidad de la Ascensión del Señor (Lc 24, 46-53) (1° de junio de 2025).
Cristo, Rey nuestro: venga tu Reino. María Corredentora: ruega por nosotros.
Cristo, Rey nuestro: venga tu Reino. María Corredentora: ruega por nosotros.