Algo del Evangelio
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El evangelio de cada día con un breve comentario, en formato de audio, realizado por el Padre Rodrigo Aguilar, Diócesis de San Miguel, Buenos Aires, Argentina. www.algodelevangelio.org
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Comentario a Marcos 8, 1-10:

Un día más, un sábado más que se nos regala la posibilidad de frenar un poco, descansar, poner este audio con la Palabra de Dios y animarse a escuchar lo que Jesús nos quiere decir. A veces te resultará repetitivo que lo diga una y otra vez, pero la verdad que a fuerza de repetir las cosas nos van quedando en el corazón. Si pensamos en la historia de la Iglesia, en la Iglesia como un cuerpo cuya cabeza es Cristo, podríamos decir que hace dos mil años la Iglesia como cuerpo viene escuchando la Palabra de Dios una y otra vez, y podríamos pensar que es repetitivo. Sin embargo, lo sigue haciendo porque necesita volver a escuchar. Vos y yo necesitamos volver a escuchar. Vos y yo necesitamos volver a experimentar que, solo esforzándonos, solo permaneciendo y solo dejando que la gota de agua, de rocío del amor de Dios que desciende por su Palabra en nuestro corazón, solo recibiéndola y permaneciendo mucho tiempo, nos mojará el corazón y hará que brote en nosotros lo mejor, lo que él quiere. Por eso, una vez más, este sábado anímate a tomártelo con más calma.
Siempre sobra podríamos decir, siempre sobra cuando se trata de las cosas de Dios. Cuando Jesús está en medio de nosotros, en nosotros, jamás puede faltar lo esencial para vivir. Cuando falta, en realidad es porque Jesús no está ahí, no porque él no quiere, sino porque alguien no le dio lugar, alguien no lo deja entrar, alguien le cerró la puerta. Dice así el libro del Apocalipsis: «Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos». Solo es cuestión de dejarlo pasar. Él está tocando la puerta, la de tu corazón y la del mío. Cuando Jesús está en un corazón, jamás faltará lo necesario para vivir en paz, o sea, el amor que se necesita.
La Madre Teresa, santa Teresa de Calcuta, no refiriéndose directamente a este evangelio, pero sí creo que cae como anillo al dedo, decía algo así: «Yo hago lo que usted no puede, y usted hace lo que yo no puedo. Juntos podemos hacer cosas grandes». Cada uno podríamos decir entonces que hace lo que puede –eso quiso decir la Madre Teresa– y los otros hacen lo que uno no puede hacer, porque no todos podemos hacer todo, pero con esos «podemos» chiquitos se pueden hacer cosas grandes que a veces ni calculamos, que ni pensamos. ¡Qué emoción cuando uno se pone a pensar en esto con fe y profundidad! ¡Esto es la Iglesia! ¡Qué maravilla cuando nos damos cuenta que la multiplicación de los panes es el milagro continuo del amor de Jesús que se comparte y se derrama abundantemente a lugares impensados, a corazones que nunca imaginamos! ¿Cuántas obras en la Iglesia comenzaron así? Seguramente tu comunidad, un movimiento, una parroquia. Tantas obras de caridad que surgieron por un «podemos» de alguien y el «podemos» del otro y, de golpe, todo empezó a crecer.
El milagro de la multiplicación de los panes pasó verdaderamente, no como algunos tratan de negar diciendo que es un escrito simbólico. Es una pérdida de tiempo detenerse en estos análisis, lo importante es que Jesús lo hizo y lo sigue haciendo. Jesús lo hace a cada minuto, en cada rincón del mundo, cuando creemos en su amor, cuando confiamos en su palabra, cuando nos abandonamos a su obra –que es más grande que la nuestra–, cuando no nos adueñamos de su amor, cuando simplemente somos instrumentos, canales, cuando nos animamos a escuchar esto cada día. Pero al mismo tiempo levantamos el corazón para ver que hay miles de «hambrientos», como nosotros, que necesitan del «pan de Jesús», del pan material, del pan de una vida más llevadera, más digna, pero también del pan del amor, del pan de la Palabra.
¿Pensás que tenés que tener mucho para convertirte en pan para los demás? ¿Pensás que tenés que saber mucho para poder hablar de Jesús a los otros? Eso no es así. Somos luz y sal. Somos sal y somos luz. Llevamos en nuestro interior el tesoro y la capacidad de amar, no hay que dar muchas más vueltas.
Cuando damos muchas vueltas, es porque no nos damos cuenta de que lo que buscamos ya lo tenemos al alcance de nuestras manos, de nuestro corazón. No hay que ir a buscar pan para todos a todos lados, hay que dar lo que se tiene y eso se multiplica. Así de sencillo. ¿Nos parece raro? ¿Será porque todavía no experimentamos que el amor de Jesús siempre es desbordante? Si ya lo hacés, afírmate en esta maravilla multiplicadora. Si todavía no lo hiciste, pensá en alguien que pueda hacer «lo que vos no podés» y ponete a hacer «lo que otros no pueden». Y así es como se van uniendo los eslabones de la cadena y se llega a donde jamás se hubiese pensado.
Siempre sobra cuando se ama, siempre sobra cuando se trata de las cosas de Dios, cuando Jesús está en medio de nosotros, cuando le abrimos la puerta para cenar con él todos los días.

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algodelevangelio@gmail.com
p. Rodrigo Aguilar
Domingo 11 de febrero + VI Domingo durante el año(B) + Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 1, 40-45

En aquel tiempo: Se le acercó un leproso para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: «Si quieres, puedes purificarme». Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Lo quiero, queda purificado». En seguida la lepra desapareció y quedó purificado.
Jesús lo despidió, advirtiéndole severamente: «No le digas nada a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio».
Sin embargo, apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo, divulgando lo sucedido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía quedarse afuera, en lugares desiertos. Y acudían a Él de todas partes.

Palabra del Señor.
Comentario a Marcos 1, 40-45:

¡Qué maravilla es cuando empezamos a experimentar que la celebración de la Misa del domingo ya deja de ser parte de un «análisis» semanal para ver si voy o no! Es lindo para nosotros, los sacerdotes, ir viendo como ciertas personas experimentan ese gozo, la alegría de acercarse a Jesús superando toda obligación externa, todo precepto de la Iglesia; que es necesario, pero que es mucho más necesario internalizarlo, amarlo. No estoy en contra del precepto ni mucho menos. Soy un agradecido a mis padres que siempre, desde niño, me hicieron sentir y reconocer que el domingo no solo era un día especial para descansar un poco más, un día para comer en familia, para ver un buen partido de fútbol o lo que sea, sino que era un día especial en donde era necesario renunciar un poco a mí mismo para darle a Dios algo de mi corazón o todo; pero se lo va dando de a poco, es verdad, aunque no siempre lo hacía.
Sin embargo, me pregunto: ¿Cuántos cristianos irían a Misa un domingo si a la Iglesia se le ocurriera un día decir que no es precepto –incluso como está pasando en muchos lugares–, que no tenemos la obligación, que deja de ser un «pecado»? ¿Qué pasaría? Por las dudas, no lo pensemos mucho, no vaya a ser que nos encontremos con la triste realidad, con la difícil realidad de que hay poco amor a Jesús o porque todavía no lo descubrimos (no por maldad).
El precepto es necesario, porque es una guía, un faro que nos marca el camino. Pero cuando tenemos que «obligar», el amor, tarde o temprano, deja de ser amor para convertirse en un «no sé qué». Es por eso que miles de cristianos, después de miles de idas y vueltas, recién en etapas muy adultas de la vida descubren lo que realmente es la Misa y es ahí cuando no la dejan más. Como siempre, intento decirte no importa en qué etapa estás, no importa en qué momento estás de tu situación, de la vida espiritual, lo importante es que seamos sinceros con Dios y con nosotros mismos. Sea lo que sea siempre es bueno pedir la gracia, pedir fe para reconocer que la Misa y sus frutos en nosotros son algo que nos viene de lo «alto», es un don que se va descubriendo y que cuando se lo descubre, es muy difícil de dejar; pero, al mismo tiempo, hay que buscarlo. Ni la fe es pura obligación, ni la fe tampoco es «hago lo que siento» cuando lo siento, sino que la fe también es reconocimiento de un don que nos pide una respuesta con libertad y amor. Y esto es un proceso inevitable, largo y a veces muy arduo. Eso necesita y quiere Dios. Eso desea Jesús de nosotros. Algo del evangelio de hoy nos ayuda a rumbear un poco para ese lado y no quedarnos en la superficialidad. Una vez más, Jesús hace un milagro que es mucho más que una simple curación de un cuerpo enfermo, sino que es un milagro que enseña que lo impuro puede volver a ser puro, solo gracias a su poder, que es el amor. De hecho, es el mismo Jesús quien dice: «Lo quiero, queda purificado». ¿Y a qué impurezas se refiere? ¿Cuál es la pureza que viene a devolvernos la presencia de Jesús en nuestras vidas? La impureza que representa la lepra de la escena de hoy, esta enfermedad que alejaba a las personas del contacto con su comunidad y con el culto de esos tiempos, es justamente eso, un obstáculo que nos impide el verdadero contacto con Dios, con un Dios que es y quiere ser Padre abrazador y no tanto como a veces lo imaginamos nosotros, justamente a causa de la impureza que llevamos a cuestas. Es la impureza que nos aísla del amor de los demás, creyéndonos indignos de poder recibirlo y darlo. ¡Es muy triste el sentirnos impuros e indignos del amor de Dios y de los demás! Esa es la lepra más leprosa, valga la redundancia. Es triste, pero es así. Es tristeza del alma. Es la tristeza de la imposibilidad de aceptar que Dios nos ama así, incluso impuros, pecadores, y que nos ama incondicionalmente, siempre y para siempre, aunque estemos tirados y zaparrastrosos por el camino de la vida, llenos de inmundicia.
Él quiere devolvernos la pureza, que no significa no equivocarnos nunca, sino que nos demos cuenta que aun pecando y pecando podemos buscarlo y amarlo, aun habiéndonos alejado de todos podemos volver a amar y ser amados.
Por otro lado, aunque no se ve a simple vista, parece ser que Jesús no queda muy conforme con el milagro de hoy, porque el leproso desobedece lo que Él le pide y, a partir de ahí, ya ni siquiera podía entrar a las ciudades a predicar, sino que iban a buscarlo para ser curados de sus dolencias. ¿De qué sirve dejarse curar por Dios si después no lo escuchamos? Jesús lo purifica. No solo lo cura, no solo le quita las manchas de su cuerpo, sino que vuelve a ponerlo en contacto con Él y con su comunidad, con sus hermanos, con los sacerdotes de su pueblo. Lo purifica para que él descubra que los demás también tenían que buscar eso.
No podemos olvidar lo del domingo pasado: «Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido». Él también quería predicar, Él quería y quiere ser escuchado y cuando no lo escuchamos, cuando buscamos de Él solo cuestiones físicas o terrenales, que no están mal, pero nos quedamos a mitad de camino y nos perdemos la mejor parte, Él se da cuenta que nos falta algo.
El leproso cometió un solo error: no escuchó a Jesús. Recibió lo que quería, pero se perdió lo mejor, obedecer la palabra de Jesús: «No le digas nada a nadie». Jesús vino a purificarnos, no solo a curarnos, no te olvides. Quiere que podamos escucharlo y lo que más le duele es que no lo escuchemos. Ese es el gran peligro. Que nuestro afán por «estar bien» del cuerpo no nos haga olvidar que lo mejor que nos puede pasar es estar bien del alma, confiar en Él, creerle a Él, más allá de nuestras enfermedades o problemas.
¿Vos querés ser purificado? Yo sí. Levantemos la mano en el corazón y pidámoselo a Jesús con toda nuestra fe.

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p. Rodrigo Aguilar
Lunes 12 de febrero + VI Lunes durante el año + Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 8, 11-13

Llegaron los fariseos, que comenzaron a discutir con él; y, para ponerlo a prueba, le pedían un signo del cielo. Jesús, suspirando profundamente, dijo: « ¿Por qué esta generación pide un signo? Les aseguro que no se le dará ningún signo.»
Y dejándolos, volvió a embarcarse hacia la otra orilla.

Palabra del Señor.
Comentario a Marcos 8, 11-13:

A veces, los lunes es necesario respirar hondo, tomar aire y juntar fuerzas para poder arrancar una vez más. Después de descansar un poco, de habernos despejado el fin de semana, hay que reconocer que cuesta, cuesta mucho más. Pero la Palabra de Dios siempre nos alienta, siempre nos impulsa a empezar una vez más, siempre nos vuelve a conducir por el camino correcto, siempre nos levanta si andamos caídos. Por eso, querer escuchar el evangelio todos los días es lo mejor que podemos desear, es la actitud del que quiere ser purificado, como el leproso del evangelio de ayer: «Si quieres, puedes purificarme».
Hoy podemos caer todos de rodillas una vez más, para suplicarle a Jesús que nos conceda lo mejor que podemos pedir: la pureza de corazón que nos permita ver con nitidez y no tan llenos de cosas que nos impiden ver. La enfermedad que más nos enferma, valga la redundancia, es la impureza del corazón, la lepra del alma que nos hace aislarnos y que los demás se aíslen de nosotros, se nos escapen. Aunque no parezca, este mundo es un gran «leprosario», lleno de hombres y mujeres que también están impuros, aunque creen que están sanos.
Vivimos muchas veces desvinculados de Dios, de nosotros mismos y de los demás. Por más sanitos que estemos del cuerpo, la impureza del corazón la llevamos siempre a cuestas y siempre está latente. Sin darnos cuenta miramos la impureza ajena o la impureza del mundo que nos rodea y olvidamos que somos parte de eso y que todo lo que nos impide ver a Dios con claridad y con el corazón es de alguna manera una impureza. El pecado es un problema en nuestra vida, pero la cuestión está en reconocer qué es lo que lo produce, qué es lo que nos lleva a tomar decisiones equivocadas.
El cristiano en serio es el que empieza a vivir una relación de amor real y concreta con un Dios que es Padre, con un Dios que es Hijo y hermano mayor de cada uno de nosotros y con un Dios que también es Espíritu, que habita en el alma, que anima y consuela siempre. El cristiano que recibe esta gracia, la gracia de la pureza, y que no fuerza su relación con su Padre, sino que la disfruta, que vive feliz de ser pobre de espíritu, que vive feliz por ser paciente, por ser misericordioso, por estar en paz, por tener el corazón puro, por dejarse consolar en el sufrimiento; es el cristiano que no necesita «signos» especiales, vive las bienaventuranzas, no necesita andar «desafiando» a Dios. ¿Qué hijo que se siente hijo y que ama a su Padre lo desafía y discute con Él? Una cosa es enojarse cada tanto por no comprender, una cosa es no entender sus caminos y otra cosa es desafiarlo y discutir.
Algo del evangelio de hoy nos enseña lo que no debemos hacer con nuestro buen Jesús, con su Padre, si queremos ser felices, si queremos vivir esta pureza. Ni discutir, ni desafiar. Algo que les encantaba a los fariseos. Algo que a nuestro corazón a veces también le gusta. ¿Sos de discutir y desafiar a los demás? ¿Sos de discutir y desafiar a Dios? Vuelvo a decir, una cosa es preguntarle a tu Papá el porqué de esto y el porqué de lo otro –algo normal y parte de nuestra vida- y otra cosa es plantarnos firmemente frente a Dios como si fuéramos más grandes que él; no como hijos, sino como «pares». La cosa no es así. Discutir no tiene sentido, dialogar sí. No discutas con nadie, no pierdas el tiempo. Dialogar siempre. No te canses de dialogar, es lo mejor que podemos hacer. Dejemos de discutir porque es lo peor que podemos hacer. Fijémonos qué dice el evangelio de hoy, dice que «llegaron los fariseos, que comenzaron a discutir con él». No dice que Jesús discutía con ellos. No me imagino a Jesús discutiendo, sí me lo imagino queriendo dialogar. Pero cuando alguien no quiere dialogar, el problema no es nuestro, es del otro, es el otro el que no quiere. El que discute generalmente cae en el desafiar, en el intentar poner a prueba al otro, porque en el fondo no le interesa lo que el otro piensa y siente, sino que solo en lo que él piensa y siente.
El que discute no escucha, no está dispuesto a escuchar, por eso discute; es medio sordo del corazón. El que discute no está abierto a incorporar algo nuevo, sino que busca que el otro se adecue a su manera de ser. Por eso los fariseos discuten, desafían y piden un signo, mientras tenían el signo frente a sus narices. Mucho para aprender de la Palabra de Dios de hoy. No solo en nuestra relación con los demás, sino con nuestro Padre. ¿Dialogamos con nuestro Papá del cielo o discutimos? ¿Le preguntamos o lo desafiamos?
Finalmente, creo que es lindo imaginar ese momento en el que «Jesús, suspirando profundamente, dijo: “¿Por qué esta generación pide un signo?”» ¿Qué pensará Jesús de nosotros cuando le pedimos signos todavía? ¿Suspirará de la misma manera? Podemos ser parte de esa generación que no se comporta como hijos y anda siempre desafiando a Dios, pidiéndole signos. Podemos, cuidado. ¿Por qué será que no terminamos de convencernos del signo más grande y maravilloso que podamos imaginar, de Jesús mismo? ¿Por qué será que nos pasamos bastante tiempo de nuestra vida discutiendo, desafiando a otros y al mismísimo Dios y no nos damos cuenta que el mayor desafío está en reconocer el amor de Dios que se hizo carne en Jesús y se hace carne todos los días con su Palabra en la Eucaristía, en los más pobres, en nuestra familia? ¿Qué Dios pretendemos? ¿No seremos demasiados pretensiosos?

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p. Rodrigo Aguilar
Martes 13 de febrero + VI Martes durante el año + Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 8, 14-21

Jesús volvió a embarcarse hacia la orilla del lago.
Los discípulos se habían olvidado de llevar pan y no tenían más que un pan en la barca. Jesús les hacía esta recomendación: «Estén atentos, cuídense de la levadura de los fariseos y de la levadura de Herodes.» Ellos discutían entre sí, porque no habían traído pan.
Jesús se dio cuenta y les dijo: «¿A qué viene esa discusión porque no tienen pan? ¿Todavía no comprenden ni entienden? Ustedes tienen la mente enceguecida. Tienen ojos y no ven, oídos y no oyen. ¿No recuerdan cuántas canastas llenas de sobras recogieron, cuando repartí cinco panes entre cinco mil personas?»
Ellos le respondieron: «Doce.»
«Y cuando repartí siete panes entre cuatro mil personas, ¿cuántas canastas llenas de trozos recogieron?»
Ellos le respondieron: «Siete.»
Entonces Jesús les dijo: «¿Todavía no comprenden?»

Palabra del Señor.
Comentario a Marcos 8, 14-21:

Jesús, como siempre, rompe todos los esquemas. Rompe con lo tradicional de esos tiempos y los de estos tiempos también. Nadie en ese tiempo se le hubiese ocurrido tocar a un leproso, no solo por evitar el contagio físico, sino porque el que tocaba también a alguien «impuro» quedaba impuro. La impureza de la piel, para ellos, tenía que ver con una impureza más profunda, con la del alma, con el pecado y el aislamiento; era para evitar un mal mayor. Sin embargo, a Jesús no le importa mucho todo esto. Al contrario, dice el evangelio que «Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Lo quiero, queda purificado”». Tan cercano se hizo a nosotros que corrió «el riesgo» de ser tenido por impuro, solo por amor, por compasión. ¡Qué distinto lo que estamos viviendo hoy!, ¿no?, que pensamos que aislándonos vamos a hacernos bien entre nosotros.
Me contaron que, en algún lugar del mundo, un grupo de católicos que sale todas las semanas a acompañar y alimentar a las personas en situación de calle, les propusieron que se pongan guantes de goma para evitar cualquier tipo de contagio. El propio Estado organiza esa actividad y obliga a que se haga así, incluso como condición para recibir fondos y financiar la actividad. Este grupo de católicos, con mucho sentido evangélico y coraje, prefirió hacerlo al «modo de Jesús»: sin guantes, con corazón. ¿Te imaginás a Jesús haciendo milagros con guantes? Sería imposible. ¿Te imaginás a Jesús en cuarentena, encerrado hasta el fin de los tiempos? El amor de Jesús corre el riesgo, los santos corrieron riesgos, porque amar es riesgoso. El santo Cura Brochero, el santo argentino, se contagió de lepra por tomar mate con un leproso de su parroquia, a quien nadie quería visitar. Nosotros tenemos que animarnos a correr riesgos por estar con los que nadie quiere estar, por los que nadie recibe, por los que no son atendidos por nadie. Solo así podremos incorporarlos, de alguna manera, a esta sociedad en donde todo es reciclable y descartable.
Algo del evangelio de hoy nos puede ayudar a entender qué es lo que nos pasa muchas veces o qué es lo que les pasa a tantos cristianos, hombres y mujeres, que no terminan de vivir su fe con verdadera alegría. Dice el evangelio así: «¿Todavía no comprenden ni entienden? Ustedes tienen la mente enceguecida. Tienen ojos y no ven, oídos y no oyen. ¿No recuerdan cuántas canastas llenas de sobras recogieron, cuando repartí cinco panes entre cinco mil personas?» Las palabras de Jesús suenan duras, pero fueron así de reales. ¿No recordamos? ¿No será que nos pasan estas cosas porque no recordamos, porque no terminamos de comprender y entender? Los discípulos habían estado en la multiplicación de los panes más grande de la historia y después se estaban preocupando por si les iba a alcanzar o no con un pan para todos. Parece mentira, parece gracioso, incluso una ironía de la Palabra de Dios, pero no lo es. Realmente les pasó eso, realmente nos pasa eso, a vos y a mí. Nos olvidamos de lo vivido, nos olvidamos del don, nos olvidamos de los milagros, que somos hijos y terminamos «peleándonos por quién podrá comer y quién no» entre hermanos. Nos olvidamos que somos hermanos y entonces nos ponemos a discutir cuando vemos que no alcanza, porque no confiamos en que el otro es hermano y que podemos compartir. En el fondo, nos olvidamos de nuestra condición de hijos y hermanos. Si nunca olvidáramos que nuestro Padre del Cielo jamás nos dejará sin lo necesario para vivir; si jamás olvidáramos que así como Dios cuida de los animales y de las aves del cielo es imposible que él nos deje de cuidar, no nos detendríamos en peleas que no tienen sentido, no nos pondríamos a discutir por un poquito de pan. ¡Qué poca memoria tenemos! ¡Qué rápido nos olvidamos de que si sabemos compartir, si ponemos de nuestra parte, si nosotros hacemos lo que otros no pueden, jamás nos faltará nada! Al contrario, siempre va a sobrar, porque también otros harán lo que nosotros no podemos hacer.
¿Ya te olvidaste de todo lo que Dios Padre te dio a lo largo de la vida? ¿Ya te olvidaste de que hace un ratito nomás Jesús multiplicó los panes frente a tus narices? ¿Tan rápido nos olvidamos de todo? ¿Ya te olvidaste de aquella vez que te animaste a poner de tu parte y de golpe todo fue mejor, todo se disfrutó, todo salió más lindo? ¿Ya te olvidaste de que la multiplicación de los panes es el milagro continuo de Jesús cuando sabemos poner amor a cada cosa? ¿Ya te olvidaste? ¿Nos olvidamos de que la Eucaristía es el pan del cielo que se multiplica cada día para los que tenemos hambre de Dios? ¿Ya te olvidaste de que la Iglesia, aun con sus pecados y debilidades, es una muestra cierta de que lo que se comparte se multiplica? ¿Te pusiste a contar alguna vez la cantidad de amistades, conocidos y hermanos que llegaron a tu vida gracias a que Jesús siempre multiplica todo? ¿Todavía no comprendemos ni entendemos?
No nos perdamos tanto amor del Padre por andar peleando y discutiendo por pequeñeces. No nos perdamos tanto amor de hermanos por andar mirando si nuestra panza o bolsillos estarán un poco más llenos. Ser hijos y hermanos es mucho más que una simple comida, es compartir nuestras propias vidas, nuestros corazones, nuestro amor.

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p. Rodrigo Aguilar