Gonzalo GY
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Mâran'athâ. Mientras tanto, vamos tirando.
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Resucitar
Juan Manuel de Prada

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La resurrección de Cristo nunca se podrá «demostrar cientificamente». Es un acontecimiento que desafía las leyes fisicas de forma contundente, casi escandalosa. Los apóstoles nos describen los efectos de esa resurrección con pelos y señales: Cristo resucitado puede hacerse presente en una casa «con las puertas cerradas» sin forzar la cerradura; pero, al mismo tiempo, invita a Tomás a tocar las heridas de sus manos y de su costado, para demostrarle que no es un fantasma. En otro pasaje evangélico, comprobamos que los discipulos tardan en reconocerlo, como si se hubiera transfigurado. No ha perdido la materialidad del cuerpo, pero ese cuerpo es de una sustancia distinta a la de un cuerpo mortal; no está ligado al tiempo y al espacio, ni sujeto a las fuerzas destructoras que nos hacen envejecer y enfermar, pero puede compartir y saborear un pez asado a la lumbre o un pan recién horneado.

La idea cristiana de la resurrección siempre ha sido considerada por muchos una chaladura. Se puede profesar sin escándalo la idea epicurea (tras la muerte, nuestro cuerpo se descompone sin remedio) o la platónica (aunque nuestro cuerpo se descompone tras la muerte, nuestra alma inmortal queda liberada); pero la idea cristiana de la resurrección resulta demasiado irracional o petulante. Pues, además, la resurrección no significa (como pretendían los saduceos) la mera reanudación de la vida corporal interrumpida por la muerte. El cuerpo resucitado y el cuerpo mortal existen de maneras radicalmente opuestas y en planos espacio-temporales radicalmente diversos. San Pablo, para explicar esta diferencia esencial, recurre a la imagen de la semilla que muere, una vez sembrada, para brindar vida a la planta: «Lo que tú siembras no recibe vida si antes no muere. [...] Lo mismo es la resurrección de los muertos: se siembra un cuerpo corruptible, resucita incorruptible; se siembra un cuerpo sin gloria, resucita glorioso; se siembra un cuerpo débil, resucita lleno de fortaleza; se siembra un cuerpo animal, resucita espiritual».

Se trataría, en realidad, de algo semejante a la metamorfosis que el gusano experimenta en el interior de la crisálida, para salir convertido en mariposa. El cuerpo que renace de la semilla corruptible del cuerpo material inicia una nueva vida desligada de sus limitaciones. Un cuerpo que ya no estaría sometido al desgaste y
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Juan Manuel de Prada

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erosión de los años, tampoco a las debilidades y flaquezas propias de la carne, ni siquiera a las leyes fisicas propias de nuestro marco espacio- temporal. En esta existencia terrenal, nuestra alma tiene que someterse a las limitaciones del cuerpo; en esa existencia futura el cuerpo podría disfrutar de la condición 'aligera' del alma: un cuerpo sin achaques ni dolores, un cuerpo infinitamente agil que puede desplazarse en volandas; un cuerpo que puede salvar todo tipo de obstáculos; un cuerpo esplendente, de una belleza radiante, en el que todos los defectos han sido corregidos. Y, sobre todo, un cuerpo unido espiritualmente a otros muchos cuerpos resucitados en una única contemplación beatifica.

«Anda que no le echa imaginación este Prada!», dirán ustedes. Ni más ni menos imaginación, en realidad, que la que se necesita para sostener la tesis epicurea o la platónica. Hay quienes se imaginan la tumba como una cárcel definitiva: otros creen que a través de sus barrotes se escapa el alma, como una aterida luciérnaga. A mí me resulta más incitante imaginar la tumba como una crisálida de la que saldré atolondrado y lleno de vida, como hacía Agustín de Foxá en un poema sublime: «Cuando el día del juicio resucite, / yo buscaré tu cuerpo /recién nacido, con rocíos nuevos / sobre tus senos, nuevamente virgenes. / Habrá una aurora extraña, dirigida / por jerarquías de Arcángeles azules. / Preguntarán los prados: / ¿Qué es esta primavera milagrosa?". / En la tumba de yeso / se moverán los cuerpos sonrosados, / la rama del ciprés será caliente / y la luna de enero tendrá alas en sus bordes. / Tú vendrás toda nueva, / desnuda, con tus formas recobradas, / otra vez en tus venas vibradoras, / donde por mi tu sangre era de espuma. / ¡Qué despertar!, ¡qué fiebre de latidos!, / ¡qué nebulosa azul de corazones / palpitando otra vez! / Sólo el mar ciego / continuará su canto sin sorpresa. / Pero tú y yo enlazados / con nuestros brazos de resucitados. / con nuestras manos puras/que, enterradas, se habían olvidado/de cómo era la piel de la naranja, / nos haremos caricias encendidas. / Tú y yo solos./ Y acaso, / distraída, me preguntes: / ¿Qué son esas trompetas / que turban nuestro amor bajo los árboles?».

Feliz Pascua florida a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan. Algún día al fin nos veremos, con nuestras formas recobradas, y nos reconoceremos al instante.

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Juan Manuel de Prada

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Seguramente fue la fe en la resurrección de la carne la creencia cristiana que más rechazo provocó entre los paganos. Para los epicúreos, el cuerpo era un lugar de deleites, pero la muerte lo descomponía sin posibilidad de retorno. Para los platónicos, por el contrario,
el cuerpo era una tumba, pero con la muerte se producía la liberación del alma. Así que a aquellos primeros cristianos les tocaba predicar algo que nadie comprendía y que, en apariencia, resultaba por completo contradictorio: por un lado, el Espíritu que libera; por otro, el Verbo hecho carne (o, dicho más brutalmente, al Mesías crucificado que resucita después de tres días). ¡De veras una tarea ardua!

Lo constata el propio San Pablo cuando se dispone a anunciar el Evangelio en el Areópago de Atenas: «Al oír hablar de resurrección de los muertos unos se burlaron y otros dijeron: 'Sobre esto ya te oiremos otra vez'». Hasta ese momento, le ha resultado sencillo atraer a los filósofos de Atenas, que lo escuchan complacidos. Pero cuando aborda la cuestión de la resurrección de la carne los exaspera. ¿No será que se ven atrapados en sus oposiciones mutuas? La predicación de San Pablo contiene, por un lado, la exaltación de la carne y, por otro, la recompensa para el alma. Pero para epicúreos y platónicos, que viven instalados en su vieja polémica, esta reconciliación última de cuerpo y alma les resulta incomprensible (igual, por cierto, que al hombre contemporáneo). A los espiritualistas se les antoja una tesis demasiado material, a los materialistas demasiado espiritual: cada uno proyecta sobre el discurso de San Pablo el error de su enemigo.

Ese rechazo, como decíamos, se vuelve a producir hoy. De hecho, quizá sea la resurrección de la carne el asunto que menos se toca en la predicación eclesiástica. Incluso quienes creen en alguna forma de supervivencia más allá de la muerte, reaccionan con escepticismo, incluso con desagrado, cuando se les plantea este supremo interrogante de la existencia humana. Hasta la reencarnación, una creencia infinitamente más inverosímil, dispone hoy de mayor número de adeptos. En general, el hombre contemporáneo se muestra más dispuesto a admitir la inmortalidad de su alma o la aniquilación de alma y cuerpo (que, en realidad, son destinos muy similares); pero no quieren ni oír hablar de la posibilidad de una resurrección plena (tal vez porque constituye un desafío a las leyes físicas que su mentalidad racionalista no está dispuesta a acometer).

Sin embargo, no parece posible declararse cristiano y rechazar la resurrección. Constantemente se nos está anunciando en el Evangelio, a veces de un modo tan neto que no cabe la interpretación alegórica: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aun cuando hubiese muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre». Y también: «Llegará la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz y saldrán; los que hicieron el bien resucitarán para la vida, y los que hicieron el mal resucitarán para la condenación». San Pablo llama a esta nueva forma de existencia «cuerpo glorioso» o «espiritual». En la primera carta a los Corintios, a quienes le preguntan ansiosos por la vida de ultratumba –«¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida?»– les contesta usando la imagen de la semilla que muere para abrirse a una nueva vida: «Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano. [...] Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. [...] En efecto, es necesario que este cuerpo corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este cuerpo mortal se revista de inmortalidad».
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Juan Manuel de Prada

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En definitiva, un cuerpo espiritual que renace de la semilla corruptible del cuerpo material y que tendrá un nuevo modo de existir sin las limitaciones del cuerpo mortal. El sustantivo, 'cuerpo', sigue siendo el mismo; sólo cambia el calificativo. No puede haber, en efecto, una recompensa a los padecimientos de esta vida que no incluya nuestra pobre carne mortal; pues es nuestra carne mortal la que ha sufrido las mayores injurias del tiempo, las mayores bofetadas del dolor. La misma aniquilación resulta más congruente (aciagamente congruente) con la realidad de la vida que la mera inmortalidad del alma; pues equivale a aceptar que esta vida mortal es una cárcel, que nuestro cuerpo es un capullo o crisálida que debe arrojarse a la basura. Pero no es así: nuestro cuerpo es un gusano que se arrastra y babea, de acuerdo; pero su carne merece también la recompensa. Y esa recompensa es ver su carne que iba reptando convertida en una grácil mariposa.

https://www.abc.es/xlsemanal/firmas/juan-manuel-de-prada/resucitar-2.html
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Juan Manuel de Prada

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En un mundo que se cree post-religioso, la idea de la resurrección se despacha con condescendencia como una fábula poética o ensoñación rocambolesca. Pero lo cierto es que se trata de una obsesión que nos acompaña durante toda nuestra vida terrenal, como si hubiera una 'memoria de la especie' reprimida en las cámaras más recónditas de nuestra conciencia que nos recuerda que hemos sido creados para 'superar' el cuerpo que habitamos; una obsesión que a veces aflora de forma morbosa o traumática, bajo las expresiones más insospechadas.

Todas nuestras incomodidades o repulsiones hacia el cuerpo que habitamos –desde la incapacidad para aceptar la calvicie o las arrugas hasta el deseo de cambiar de sexo– son, a la postre, expresión patética de una insatisfacción muy profunda. Constatamos que nuestro cuerpo, tan defectuoso y condenado a la decrepitud, no se corresponde con nuestros anhelos de una vida más plena que desborde nuestro propio cuerpo, anulando sus imperfecciones, pero sin abandonarlo del todo. Quisiéramos vivir en una versión mejorada de nuestro propio cuerpo que no se marchite, que no se degrade, que no nos repugne con su lastre o su carencia de apéndices. Así que nos metemos patéticamente en un quirófano, para que nos estiren las arrugas o nos implanten cabellos, para que nos rebanen o añadan tal o cual apéndice o excrecencia; pero todo son pataletas fruto de la impaciencia. Pues, para colmar nuestro anhelo de una vida más plena dentro de un cuerpo que sea una versión mejorada del nuestro, no hay que entrar en el quirófano, sino en la tumba.

Esta impaciencia que nos impulsa a acudir al quirófano –en lugar de esperar tranquilamente la tumba, que nunca falla– es fruto de una distorsión cognitiva. Al negar la vida de ultratumba, hacemos como el agorafóbico que se niega a salir de casa, llegando a creer que el angosto cuchitril que habita es el mundo. Pero, inevitablemente, el agorafóbico siente nostalgia del mundo exterior que repudia; así que se pone a criar un periquito o a regar un geranio (en lugar de salir al monte y embriagarse con el olor de la jara y el cántico de los ruiseñores). Del mismo modo, nos ponemos pelo, nos quitamos arrugas, nos ponemos o quitamos tetas porque necesitamos traer al angosto cuchitril de nuestra vida mortal pálidos y grotescos remedos de la vida de ultratumba que negamos, donde no rigen las asechanzas de la edad y nuestro cuerpo estará inundado de luz.
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¿Y cómo es esa vida de ultratumba? Pues una vida poseída por la divinidad en todas y cada una de sus células, que quedan así transmutadas sin necesidad de manipulaciones genéticas, mucho menos de bisturíes o inyecciones de bótox. San Pablo llama a esta nueva forma de existencia 'cuerpo glorioso' y la compara con la vida que se inaugura para la semilla, después de germinar bajo tierra: «Se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual». Así que, según esta descripción, en esa vida de ultratumba nuestro cuerpo sería incorruptible, fuerte y glorioso, en contraste con este cuerpo caduco, débil y deplorablemente dominado por las flaquezas de la carne que nos acompaña en nuestra vida mortal. San Agustín, glosando a San Pablo, se atreve a ofrecer algún detalle todavía más minucioso y deslumbrante: «Todo defecto será corregido, todo lo que falta respecto a la medida adecuada será completado y será suprimido todo lo que esté en demasía» (La Ciudad de Dios, XXII, 19). Se trataría, pues, de una vida en plenitud, sin exceso ni defecto, en la que yo perdería mi barriga y el calvo recobraría su pelo. O donde tal vez todos tengamos barriga y todos seamos calvos; pues, liberados de la tiranía de los cánones estéticos imperantes, tal vez en la vida de ultratumba consideremos un penoso 'defecto' carecer de barriga, y un 'exceso' horrendo lucir cabello. O, simplemente, no se sabrá a ciencia cierta si tenemos barriga o estamos calvos porque seremos todos resplandecientes de una luz que no se apaga nunca y absortos en cosas mucho más importantes que la barriga o la calvicie.

Naturalmente, podemos pensar que todo esto es una quimera, como el agorafóbico piensa que lo son el mar y las montañas que no caben en su cuchitril. Y podemos quitarnos arrugas, o ponernos cabellos, o quitarnos o ponernos tetas, pensando quiméricamente que así escaparemos de la cárcel de nuestro cuerpo caduco e insatisfactorio. Cada uno se consuela como puede; pero, desde luego, hay consuelos sublimes y consuelos grimosos. Feliz Pascua florida a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan.

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